Jordi Nadal - Los catalanes de las piedras ya no sacamos panes.
Los catalanes, de las piedras ya no sacamos panes
Los gremios nacieron en la edad media como corporaciones de profesionales de los distintos oficios. Su fin primordial consistía en garantizar, mediante el ejercicio rígidamente pautado de la profesión, con las prácticas y exámenes consiguientes, la maestría efectiva de sus miembros. En el siglo XIX, de un plumazo, el régimen liberal acabó con ellos. Para regular la calidad de la producción, bastaba con el mercado. En apariencia, la continuidad en Sabadell del antiguo gremio de pelaires, actualmente «de fabricantes», constituye una antigualla. En realidad, la paulatina adaptación del Gremi a las necesidades de cada época, su prurito de modernidad y su apertura a otras industrias justifican plenamente la vigencia del mismo hasta nuestros días. Nacido en el seno del sector lanero, el que ha conferido identidad a la industria sabadellense, el Gremi de Fabricants ha transitado sucesiva y exitosamente por las fases artesana, manufacturera y propiamente industrial de la especialidad lanera, extendido sus funciones a otras parcelas y participado de forma decisiva en la creación y desarrollo de entidades tan significativas como la Caixa d’Estalvis de Sabadell (que está celebrando su 150° aniversario), el Banc de Sabadell, la Escuela Industrial y la Mutua Médica (llamada de los amos, por más que al servicio de los obreros), etcétera. De esta forma, nuestra institución ha contribuido más que ninguna otra a articular el Sabadell moderno y contemporáneo, una ciudad no solo fabril sino mucho más compleja, con todos los servicios y prestaciones exigibles a un núcleo demográfico potente, cómodo para trabajar y agradable para residir. Por su antigüedad y por su labor, el Gremi, una patronal sin parangón en Catalunya, constituye un motivo de orgullo para sus socios y para la población que lo sustenta. Era natural que, con este bagaje, tuviera interés en darse a conocer al público en general. Lo ha hecho en el momento oportuno (su 450° aniversario), con una cobertura excepcional (la del Rey de España en persona) y un libro espléndido, de primera mano, redactado por seis historiadores de la localidad (cinco de ellos profesores universitarios), bajo la batuta expertísima, exigente y ampliamente acreditada de Josep Maria Benaul. El resultado no podía ser mejor. La edición es cuidadísima, con profusión de fotografías en gran parte inéditas, y un texto preciso, sugestivo e incitante que lo convierte, desde el momento mismo de su aparición, en la perla probablemente más valiosa de una historiografía local por demás nutrida. Por otra parte, la obra no agota su interés en la historia económica y social de la ciudad vallesana, sino que aporta también información insustituible acerca del fenómeno industrializador en términos mucho más extensos, los de Catalunya entera. Pienso especialmente en el apéndice formado por cien biografías de empresarios y empresas sabadellenses, breves pero enjundiosas, que, al dar cuenta de los lugares de nacimiento, de las profesiones y de la condición social de los antecesores, confirman con toda nitidez el rasgo sobresaliente de la industrialización catalana: el Principado, escasísimo de recursos naturales (nada que ver con Andalucía, dotada de los suelos más fértiles de la Península, uno de los tesoros mineros más importantes del mundo y el regalo imponderable del monopolio del comercio americano por espacio de 250 años), ha fundado su hegemonía económica en el espíritu emprendedor, la capacidad de sacrificio, la austeridad y el trabajo obsesivo de sus naturales. Entiéndase bien. La propensión al trabajo de los catalanes, que ha hecho la fortuna del país desde finales del siglo XVII hasta 1936 por lo menos, no es un rasgo congénito con el que ya nacemos, sino el fruto de un cambio de actitud, de mentalidad, causado a su vez por los desengaños y frustraciones de nuestra historia política. A mediados del Seiscientos, la guerra de Separación, o de los Segadors, en que estuvimos a punto de convertirnos en república independiente bajo los auspicios de Francia, se saldó de la peor manera con el asalto de Barcelona, la capital,- por las tropas castellanas, en 1653, y el remate, tarde, de la Paz de los Pirineos, que nos impuso la cesión, a nuestros supuestos protectores, del Rosselló y parte de la Cerdanya. A comienzos del Setecientos, la guerra de Sucesión a la corona española, en la que Catalunya jugó la baza perdedora, austriacista, tuvo como colofón la Nueva Planta borbónica, que suprimió las instituciones y el derecho público autóctonos, trajo el arrasamiento del barrio de la Ribera, el más emblemático de Barcelona, así como el traslado, por más de una centuria, de la universidad a Cervera, en las quimbambas. Estos desastres imprimieron un giro de 180 grados a nuestra manera de ser y de hacer, y, con ello, a nuestra historia. La ética protestante y el espíritu del capitalismo, el libro de Max Weber erigido en piedra miliar de la sociología moderna, aportó, un siglo atrás, la clave más convincente del fenómeno: «Las minorías nacionales o religiosas que se contraponen, en calidad de oprimidas, a otros grupos opresores por su exclusión espontánea o forzosa de los puestos políticamente influyentes, suelen lanzarse decididas a la actividad industrial, que permite a sus miembros más dotados satisfacer una ambición que no pueden colmar sirviendo al Estado». La aceleración y la innovación económicas como alternativa a la sumisión política. Para ilustrar su teoría, Weber adujo diversos ejemplos: la minoría protestante (hugonotes) asumiendo, a partir del siglo XVII, la modernización económica de una Francia muy mayoritariamente católica; las comunidades polonesas, desarrollando en la Prusia oriental y en Rusia un espíritu empresarial que no habían manifestado en su Galitzia de procedencia; la superioridad económica (e intelectual) del pueblo judío a lo ancho del mundo a partir de su obligada diáspora hace dos mil años... Por más que no lo cite, la singularidad del caso catalán dentro de la España moderna encaja perfectamente dentro del esquema weberiano. Mutilado, tras la guerra de Separación, sometido a un nuevo régimen a partir de la guerra de Sucesión, el país catalán renunció en el siglo XVIII a la reivindicación colectiva, esto es el autogobierno, en el que hasta entonces había malgastado tanta energía, para entregarse a la reivindicación individual, en forma de éxito en el trabajo y los negocios de cada uno. Riqueza y bienestar material en vez de cargos y honores. A comienzos del siglo XVII, un testimonio francés había señalado la omnipresencia de inmigrantes ultrapirenaicos en Catalunya como antídoto a los vicios de los naturales, «inconstants, jactieux, larrons, oiçeux». A fines del siglo XVIII, el embajador de Francia en Madrid señalaría la ausencia de franceses en Catalunya (los catalanes se habían vuelto laboriosos), en contraste con su estado de abundancia en tierras castellanas («todos» los tahoneros y un buen número de albañiles) en razón de la apatía de los nativos. De la misma manera que se hacen, las famas también se deshacen. Tras imperar por espacio de más de una centuria, el dicho popular los catalanes, de las piedras sacan panesestá perdiendo vigencia. Mengua nuestra ambición, crece entre nosotros el espíritu acomodaticio. La enseñanza profesional sigue sin prestigiarse. Los universitarios se decantan cada vez más por los estudios humanísticos y sociales en detrimento de los científicos y técnicos, más rigurosos y exigentes. En un vuelco sin precedentes, los jóvenes catalanes de hoy prefieren emplearse en la Administración pública, que ofrece seguridad y poca exigencia, antes que buscar su oportunidad en la empresa privada. Aversión al riesgo y al sacrificio, seguridad y responsabilidad limitada por encima de todo. Antaño, la condición de funcionario era denostada sin más (¿cobrar del Presupuesto? ¡Un desdoro!); actualmente, la misma condición es vista como una bicoca por la mayoría. Tal inversión de valores, iniciada con anterioridad a la crisis, augura poco bueno. El régimen autonómico, con la Generalitat al frente (podría decirse algo parecido de las diputaciones y los ayuntamientos), está haciendo una contribución decisiva al desaguisado. Montada sobre la prisa y servida tanto en la base como en los escalones más altos por un personal escogido con criterios prevalentemente partidistas, improvisado (con las excepciones de rigor), la Administración catalana presenta, desde su origen, las mismas lacras que la Administración pública española (pesadez, lentitud, errores recurrentes, ineficiencia...), cuando se trataba precisamente de enmendarla y mejorarla. En contrapartida, el sector privado tiene dificultades crecientes para encontrar profesionales y especialistas debidamente preparados y motivados. La función pública le está disputando, con ventaja, parte del capital humano disponible. Visto el panorama, la pregunta surge inevitable: los catalanes ¿somos prisioneros de la disyuntiva prosperidad económica a cambio de decapitación política (la fórmula del siglo XVIII en adelante) o declive económico, al menos relativo, con pérdida de espíritu empresarial, a cambio de autogobierno (la fórmula de hoy)? No fatalmente. Rechacemos el dilema. Ambición material y satisfacción política no deben de verse como términos incompatibles, sino complementarios. Catalunya tiene tradición y fuerza suficiente para recuperar el liderazgo económico de España. Por otra parte, cuando el Estado se ha vuelto extremadamente poderoso e intervencionista, Catalunya no puede renunciar a un solo ápice de su autonomía. Una autonomía atenta, eso sí, no solo a la proximidad geográfica del poder decisorio, sino, además, a un uso adecuado de sus resortes. La eficacia del autogobierno pasa por la simplificación o racionalización de sus procedimientos (menos papeleo, más diligencia y atención en los trámites...) mediante una mayor capacitación, implicación y control de los funcionarios que lo sirven. El funcionariado está para funcionar. De conseguirse tales objetivos, liberaríamos capacidad de iniciativa y materia gris para otros menesteres más ilusionantes y reditivos, en beneficio tanto de la economía productiva como de la improductiva.